Kakuma

 

Kakuma

El día 28 de marzo volé a Kakuma. Fui con Angelo y con Mumbi, una monja Keniana residente en EEUU que venía a impartir un taller sobre reconciliación. Por fin iba a conocer el campo de refugiados del que tanto me habían hablado. El calor, la malaria y una gran superficie en el medio de la nada donde vivían miles de refugiados. Eso era lo poco que sabía sobre Kakuma.

Cogimos un vuelo de Naciones Unidas. Era un avión pequeño, para personal humanitario principalmente. Después de una hora y media de vuelo aterrizamos. El cambio en el clima era evidente, pero no me pareció tan duro. Resultó ser una ilusión tan pasajera como el cielo nublado que la causaba. Mientras la ciudad de Nairobi goza de temperaturas moderadas por encontrarse a unos mil setecientos metros sobre el nivel del mar, Kakuma está en una zona desértica al norte de Kenia donde el sol golpea la piel violentamente y las ocasionales nubes que surcan el cielo no son más que breves treguas en ese horno.

Más allá del calor me preocupaba la malaria. Era la primera vez que iba a una zona de alto riesgo. También es cierto que, a base de conversar con gente local he entendido que la malaria no es algo tan grave a día de hoy. A los occidentales, pensar en la malaria nos aterra, mientras que aquí la perciben como un trámite, como una gripe. Además, estos países han hecho frente a esta enfermedad durante mucho tiempo, por lo que el tratamiento médico para la misma está muy consolidado en la zona.

Por aportar algo de información, Kakuma está en el condado de Turkana, uno de los más pobres de Kenia. La población local convive con los refugiados desde que el campo se estableció en 1992 con la llegada de los “Lost boys of Sudan”. Hoy, en el campo hay unos 230.000 refugiados provenientes de 22 países diferentes. A la tribu keniana autóctona se les conoce bajo el mismo nombre del condado, son los turkanas. Al igual que los famosos masái, los turkanas provienen del grupo lingüístico de los nilóticos de las llanuras. Son principalmente pastores, por lo que comen mucha carne. Cuando pasan de niños a hombres reciben un bastón y un pequeño asiento de madera que siempre cargan consigo. Se dice que beben bastante y que son algo violentos. Los peinados y la cantidad de collares que llevan las mujeres (y hombres) también es algo que llama particularmente la atención. La presencia de los refugiados y la enorme respuesta humanitaria hacia los mismos genera cierto recelo entre algunos turkanas que, sufriendo también pobreza e importantes carencias, ven como miles de extranjeros en su tierra se benefician de tantos servicios humanitarios. Tanto es así que algunos turkanas van al campo de refugiados para beneficiarse de estos servicios. 



 

Nada más llegar fuimos recibidos por Fr. Lasantha, uno de los dos jesuitas del JRS en Kakuma, quien meses atrás me había invitado a pasar las Navidades (aunque no pude ir). Nos subimos en uno de los jeeps que ACNUR provee a las organizaciones que trabajan en Kakuma. Mientras nuestro conductor arrancaba Lasantha nos dijo que lo primero sería ir a la recepción, que es la zona donde se recibe a los refugiados recién llegados. El paisaje era muy árido y seco. Entendí que es en sitios como este donde las grandes ONGs graban los típicos anuncios de “ayuda con un sms” que vemos en España por la televisión.

 Llegamos a la recepción y nos dieron una vuelta por el recinto. En un lugar así se evidenciaban las diferentes etnias o tribus. Veía a mujeres con el velo y de piel más clara procedentes del cuerno de África, a sudsudaneses altos y oscuros (Dinkas), otros de Congo…Un hombre dinka, de unos dos metros y con la frente marcada por las impresionantes cicatrices tribales, nos hizo de guía por el lugar. Caminábamos con él mientras nos explicaba cómo se recibe a los refugiados y como se hace una primera evaluación de cómo están. Estábamos rodeados de tiendas de plásticos con el logo de ACNUR con familias enteras dentro, niños jugando con cualquier cosa, hombres esperando, viendo las horas pasar. El hombre explicaba que nunca dejaban de llegar refugiados, algo que ha provocado que el campo no haya parado de crecer desde sus inicios. Está claro que el espacio no es un problema cuando estás en un desierto.

Ese primer paseo me estaba sirviendo para conocer el campo, no solo sino también a la carismática Mumbi. Esa monja era de esas personas enérgicas y sonrientes que desprenden alegría. Mumbi se metió en una de las tiendas de ACNUR donde varias mujeres y niños estaban compartiendo una sandia. Se puso a hablar con ellos. Finalmente, una de las mujeres le pidió hablar a solas. Por lo visto, se sintió cómoda con Mumbi y decidió desahogarse. Esa mujer se prostituía para conseguir algo más de comida para sus hijos, asumiendo los graves riesgos que ello conlleva.

Después fuimos al Centre 2 donde había una escuela en construcción. Recuerdo lamentar profundamente llevar el pantalón largo mientras me secaba el sudor de la frente. Fuimos con Lasantha para ver los avances del edificio con un par de arquitectos de ACNUR. Hicieron fotos, tomaron medidas y anotaron observaciones. Me recordó a esas veces en las que acompañaba a mi padre en sus visitas de obra. En aquel lugar había algunos jóvenes de Vijana Twaweza (en español: la Juventud sí puede), un grupo formado por jóvenes de varias edades y nacionalidades, organizados y con mucha iniciativa. Estaban a punto de celebrar una de sus reuniones. Sin ir más lejos, estaban llevando a cabo un proyecto de Fish farming, que venía a ser como una piscifactoría, pero en medio del desierto. Criaban a los peces en una piscina y luego los vendían. Les comenté una actividad que estaba organizando para refugiados jóvenes y ellos me confirmaron rápidamente que querían formar parte.  


 

     


Por la tarde llegamos al recinto donde viven los empleados del JRS. Era grande, vallado y con bastante personal de seguridad. Es aquí donde viven los empleados de varias ONGs que trabajan en el campo. Me dieron una habitación con cuarto de baño que además tenía su mosquitera y, lo más importante, un ventilador. Ahí conocí a los compañeros del JRS en Kakuma. La acogida fue tan o más cálida que en Nairobi. En Kakuma, la vida social es muy limitada y, sospecho que por ese motivo, se valoran mucho las caras nuevas.

En el recinto la vida es tranquila, uno convive conjuntamente con los compañeros. No hay mucho que hacer en el tiempo libre más allá de ir a Katherine’s, un bar humilde e improvisado pero que hace su función. La otra opción social es ir a Cairo, el hotel del lugar donde sirven cenas, helados y batidos. Alguna vez me hablaron de hacer una excursión, pero con el excesivo calor y las pocas sombras, me parecía un plan suicida. Sin embargo, yo salía a correr al atardecer para hacer algo de deporte. Vivir en el recinto es extraño, hay un sentimiento de familiaridad entre compañeros pero también cierta sensación de reclusión. Recuerdo ir al supermercado con Felicia, una compañera de Sudáfrica, y que un grupo de niños turkanas me acosaran pidiéndome dinero, insistiendo hasta la saciedad. Tras explicarles por quinta vez en swahili que no tenía nada encima acabaron desistiendo.

Por las mañanas se celebraba una breve misa en una modesta capilla a 3 metros de mi habitación (sobre las 6-6.30am). Las canciones cantadas por los escasos asistentes eran como una suave alarma que me despertaba poco a poco. Al salir de la habitación gozaba del momento más fresco del día, la única tregua que nos daba el calor ahí. Desayunábamos todos juntos y a las 8 nos subíamos a los 4x4 para ir hacia Arrupe, un recinto dentro del campo donde están las oficinas y aulas.

Cada día, apretujado en el coche entre mis compañeros, me fijaba en las pequeñas cosas del campo durante los trayectos. Me recordaba al Slum, pero era más amplio y más extenso. Personas caminando sin rumbo aparente, otras intentando hacer negocio, algunas claramente drogadas, niños jugando a fútbol, gente sentada viendo las horas pasar y todo ello entre nubes de polvo levantadas por los pocos vehículos que transitan los caminos. Estos son algunos bodaboda (moto-taxi), coches de ONGs y algunos de la policía. De camino siempre pasábamos por el mercado somalí, repleto de telas y personas dispuestas a hacerte un vestido al momento. Por supuesto, al igual que en Kangemi, es imposible pasar desapercibido siendo blanco y ahí la gente te pide mucho más que en el Slum. No es recomendable vagar solo por el campo para un mzungu. Por ello, para caminar siempre solía ir con alguien, lo cual no impide que la gente del campo se te acerque a hablar y te pida cosas.



 Recuerdo a un chico que una vez me siguió buena parte del camino pidiéndome 1000 dólares. Le dije que no tenía nada encima en aquel momento. Él insistía en que yo era blanco y que, por lo tanto, seguro que tenía dinero para darle. Le dije que no todos los blancos son ricos. Él seguía. tenía la cara demacrada y los dientes destrozados, seguramente por la droga. Me cogía del brazo suplicando a gritos. Yo me sentía muy violentado, no por miedo sino por la escena en la que me había involucrado. Cuando llegué a la puerta del recinto donde estaban nuestras oficinas le dije que lo sentía, que le deseaba lo mejor. Me dijo que tendría que estar agradecido por ser blanco, que mi Dios me había bendecido y que ellos estaban ahí, olvidados, condenados. Reconozco que me dejó bastante bloqueado.



En mis primeros días atendí al curso que Mumbi impartía para el incentive staff. Estos son refugiados del campo empleados por JRS. La mayoría trabajan como profesores en los colegios que tenemos para niños con discapacidades. A mí personalmente, me encanta que uno de los fuertes del JRS sea la educación y, en concreto, que tengamos colegios para esos pequeños tan vulnerables.

El taller era sobre reconciliación, algo importante en un campo de refugiados, y estaba dirigido a estos profesores para que pudieran luego aplicar lo aprendido en el aula y en sus comunidades. Me sirvió para aprender más sobre el tema, pero sobre todo para conocer directamente a todo el profesorado, sus preocupaciones y su visión de la vida. Había mucha interacción, trabajo en grupo y muchas oportunidades de abrirse y hablar delante de todos. Recuerdo a Susan de Sudán del Sur, una chica alta, inteligente y guapa. Habló de como la policía se aprovechaba a base de exigir sobornos por cualquier cosa y de lo poco acogida que se sentía aquí. Recuerdo su voz rota diciendo entre lágrimas: ¿Qué pasaría si el mundo se sacudiera y fueran los kenianos quienes tuvieran que huir hacia mi país? ¿Cómo se sentirían si los tratáramos de esta manera? Somos personas, como ellos…

Los siguientes días estuve trabajando más centrado en temas de protección. Me fui al despacho de Jessica, mi jefa y amiga que estaba en Nairobi unos días. En ese tiempo trabajé por ordenar toda la información y crear bases de datos más eficientes sobre nuestros Safe Shelters para tenerlo todo al día y también atendí a algunas mujeres que venían solicitando protección o en busca de nueva información. Las historias son duras. Mujeres amenazadas de muerte por antiguas deudas, intentos de suicidio fallidos e historias de abusos entre muchas otras.

Los refugios o Safe Shelters de JRS son dos. El más grande se llama Safe Haven y es para mujeres que han sufrido abusos sexuales, maltratos y/o que están expuestas a alguna amenaza. Estas personas se benefician de la seguridad del lugar, que las mantiene a salvo de quienes representan una amenaza. El lugar está oculto, precisamente para mantenerlas a salvo. Hay unas matronas que se ocupan del lugar y luego vienen trabajadores de distintas ONGs a dar sus servicios, pero JRS es quien dirige el lugar bajo el mandato de ACNUR. Luego está Amani boys, un refugio para chavales también víctimas de abusos o que simplemente son vulnerables por estar solos en el campo. Es genial poder dar seguridad a estas personas que tanto sufren, pero no puedo evitar pensar que se atiende a una cantidad ínfima de mujeres y niños cuando lo comparamos con las que no tienen acceso a estos servicios. No se puede abarcar todo.

Existe un fuerte sentimiento religioso entre los refugiados. Presencié un par de misas en las modestas y austerísimas iglesias del campo. Una de ellas fue en Domingo de Ramos. Puedo asegurar que había más de mil personas. No se cabía y muchos la seguían desde fuera. Aquí uno se da cuenta de la genuina religiosidad de los refugiados en el campo y de cómo eso provoca que las misas sean largas y sentidas.  No hay prisa y por lo tanto no importa si cada frase tiene que ser traducida en tres idiomas, no importa si se canta una, dos o tres canciones más de la cuenta y tampoco importa si el sacerdote alarga el sermón, que termina siendo una interacción de preguntas y respuestas con los fieles, deseosos de participar. Realmente es toda una experiencia y merece la pena verlo independientemente de las creencias que uno tenga.

   



Es difícil resumir las tres semanas en Kakuma. Me ayudó a entender más a fondo la realidad de los refugiados, las limitaciones impuestas por su condición y la gran frustración que supone la situación en la que viven. Me sirvió para ver y entender como es un campo de refugiados. Fue circular por el campo, interactuar con personas de distintas comunidades, conocerles de primera mano, experimentar el calor y otros mil detalles, lo que me permitió poner luz sobre una realidad que hasta entonces solo me había imaginado.

Tras esas semanas volé de vuelta a Nairobi. Recuerdo agradecer el fresco clima de la capital nada más aterrizar. Me encontraba cerca de cumplir mi segundo mes en el JRS y ya había podido conocer todos los entornos en los que la organización estaba presente en Kenia. 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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